sábado, 26 de octubre de 2024

 

DE LA FRUSTACIÓN AL ACIERTO

El valor de la actitud

 

Dr. Jorge O Galíndez*

 

Y allí estaba él, en el break de la Jornada. Solo, como uno más, tomando un café de parado.

¡Era el momento! No sin algo de aprehensión, me acerqué y me presenté. Para mi sorpresa me dijo: “Sí, ya te conozco”. Envalentonado le pregunté, sin rodeos: “¿No querés venir al Servicio de Clínica Médica del Hospital (“Eva Perón”) a darnos una charla para que nos cuentes qué estas investigando ahora?”

             

“¡Con mucho gusto!”, me contestó. Sin darle demasiado tiempo para pensar, le propuse el día y la hora. Este personaje, que unos segundos antes me parecía inalcanzable, difícil de abordar, para mi sorpresa aceptó gustoso y sin rodeos.

Siempre tuve conciencia de mis limitaciones. Sí bien eso no me afecta, ya que lo tomo como algo natural que a todo el mundo le pasa, no puedo evitar la curiosidad por ese mundo desconocido, que sin dudas existe más allá de la frontera que me plantean mis conocimientos, pensamientos y expectativas.

¿Es eso, como suele decirse, tener una conciencia inquieta? No lo sé. Lo cierto es que, sin haberlo razonado, muchos de mis pasos en la profesión estuvieron marcados por la idea de que siempre se puede ser mejor, que seguramente hay alguien que sabe más al que se me hace imprescindible acercarme para que me ilumine y me muestre otros caminos.

Tiempo atrás participé de las “Jornadas de Biotecnología Aplicada a la Salud: Avances y Desafíos”, que se realizaron en cuatro encuentros mensuales en el Espacio Cultural Universitario (ECU) de nuestra ciudad bajo la organización del CONICET, el IBR (Instituto de Biotecnología Molecular de Rosario), la Fundación IBR, la Academia de Ciencias Médicas de Santa Fe, y la Universidad Nacional de Rosario.            


    La última reunión se denominó “Edición Génica: Una Nueva Era de Terapias Personalizadas”, que es un tema de excepcional importancia. Las exposiciones estuvieron a cargo de los doctores Marcelo Rubinstein (Investigador Superior- Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular CONICET y Profesor de la UBA) y Leandro Vetcher (Chief Operating Officer-Clade Therapeutics, Cambridge, Massachusetts, USA).

Fue un encuentro en el que nos anticiparon trascendentes avances en nuestro campo profesional. Como suele ocurrir, la concurrencia fue calificada, autoridades de las entidades organizadoras, bioquímicos e investigadores básicos; pero la participación de médicos fue escasa y, sobre todo, de aquellos menores de cuarenta años.

Mientras escuchaba a los expertos mi mente buscaba una explicación: ¿por qué estas “cuestiones” científicas no despiertan el interés de quienes en un plazo no muy lejano deberán aplicarlas en su práctica habitual?

Las respuestas que hallé fueron varias. Entre ellas, mucho trabajo que además de ser mal pago les exige muchas horas de dedicación; escaso interés en profundizar sus conocimientos en Biología Molecular, cuya terminología les resulta indescifrable; y ¿por qué no decirlo?, porque los corre de esa centralidad y protagonismo, que los médicos acostumbramos a tener cuando de Salud se trata.


        Entonces, mi espíritu inquieto me interpeló y me puso en movimiento.

Me pregunté: De todos los presentes, ¿quién era el investigador más reconocido? Sin dudas, ¡el doctor Diego de Mendoza! Jujeño, recibido en la Universidad Nacional de Tucumán, galardonado con las distinciones más relevantes en innumerables oportunidades en Argentina y en el exterior. Académico en múltiples universidades de Europa y los Estados Unidos, y autor de cientos de trabajos de investigación que lo ubican entre los mejores sino el mejor científico de nuestro país.

Fue entonces cuando, interrumpiendo su break, le propuse que viniera a visitarnos y nos contara sobre sus investigaciones. Quedamos para el miércoles 16 de octubre, por la mañana.

“Nunca fui a Baigorria”, me dijo De Mendoza, mientras viajábamos por la costanera rumbo al hospital y yo aprovechaba para contarle lo histórico de esa ciudad, que debe su nombre al gran héroe olvidado de los Granaderos de San Martín que protagonizaron el combate de San Lorenzo.

Ya en el hospital, me encargué de que lo recorriéramos; mientras le iba narrando su historia, con particulares detalles sobre su postergada inauguración en la década del 50 y los sucesivos cambios de nombre, de acuerdo a los vaivenes políticos.

De Mendoza no encaja en los estereotipos que se suelen construir de los hombres de ciencia. Austero en el vestir y desplegando un gran esfuerzo por hacer coloquial sus conocimientos, en pocos minutos de iniciada la charla ya cautivaba a todos mis colegas. Ellos, luego, me transmitieron su gratitud por generar este encuentro, al cual también había invitado a directivos y profesionales de otros servicios de nuestro hospital.


 Estoy convencido de que fue un verdadero acontecimiento académico científico para nuestra institución, lo que –ya de vuelta a casa– me llevó a pensar “¡esa también es mi función!”, llevar a prestigiosos investigadores al lugar de trabajo de jóvenes profesionales médicos para despertarles el interés por los nuevos horizontes que se avecinan y que cada día más los van a involucrar; y seguramente, sí lo entienden, los hará mejores y más actualizados profesionales.

La visita a nuestro Servicio de Diego de Mendoza fue todo un éxito. Con el relato de su experiencia y de sus intereses científicos cumplió con el objetivo que yo me había planteado: promover la curiosidad como motor de la investigación –va de suyo que la charla se tituló, con un dejo de ironía: “La utilidad de estudiar cosas inútiles”–, fortaleciendo mi idea de “espíritu inquieto”.

Conciencia inquieta, espíritu curioso sigo sin saberlo; pero que da resultados, ¡vaya que los da!

 

* Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón

 

 

jueves, 3 de octubre de 2024

 

MINUTOS QUE SALVAN VIDAS

Cuando no hay tiempo que perder

 

Dr. Jorge O. Galindez*

 

Las sirenas comenzaron a sonar intimidantes en todas las calles de Burlington, un pequeño pueblo del medio oeste de los Estados Unidos a orillas del río Mississipi. Ubiquémosnos en el invierno de 1967, durante esos años el conflicto de Vietnam desafiaba a los cultores de la “Guerra Fría” amenazando en convertirla en la Tercera Guerra Mundial[1].


En la escuela donde estaba terminando mis estudios, todos estábamos educados para distinguir según el sonido de las alarmas a qué tipo de situación deberíamos prepararnos. En esa zona son frecuentes los tornados y las tormentas de nieve, pero esta vez sin dudas la alarma indicaba que estábamos bajo un ataque nuclear.


Disponíamos de solo seis minutos para llegar al refugio subterráneo, que previamente teníamos asignados donde había agua y comida. A mí, me tocó ubicarme debajo de un teatro a varias cuadras de la escuela. En medio del ruido ensordecedor de las sirenas salimos ordenadamente caminando sobre líneas de colores pintadas en el piso, que nos guiaban hasta llegar al lugar donde teóricamente estaríamos a salvo.


Sin correr, pero a paso firme, como nos habían aleccionado, llegamos pálidos a la puerta de acero que nos conducía a un espacio vacío, de paredes fortificadas. Una vez allí nos sentamos en cuclillas para ocupar el menor lugar posible, pusimos la cabeza entre las piernas y esperamos en silencio.

Minutos después, las sirenas se calmaron y luego de unos segundos se escuchó una alarma mucho más amigable, que nos indicaba que el peligro había pasado. Ordenadamente volvimos sobre nuestros pasos siguiendo las mismas líneas y, en poco rato , estábamos en clase otra vez. Todo había sido un simulacro.


Pocas veces en nuestro hospital se han realizado simulacros de emergencias. Solo recuerdo uno que, organizado por la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC) en mayo de 2023, fingía un desastre aéreo en el Aeropuerto “Islas Malvinas” de Rosario.


Estaba todo muy “cantado”, ya que previamente habíamos sido avisados, por lo que lo que más me asombró fue la muy buena representación de los actores voluntarios que semejaban “heridos” A todas la respuestas, tanto de los siempre fundamentales paramédicos y los nuestros propios, las viví como carentes de esa adrenalina, que solo se expresa ante reales y críticos momentos. Es cierto que algunos pocos lograron sumergirse en la situación, pero sin dudarlo la mayoría de nosotros miramos el espectáculo como lo que fue: una ficción.

Tampoco son habituales los simulacros dentro del mismo hospital. Es habitual que, cuando una situación aparece inesperadamente (como, por ejemplo, un paro cardíaco en una cola de pacientes esperando para retirar un medicamento de la Farmacia), el personal más cercano al hecho se muestre voluntarioso, pero lo más probable es que las respuestas sean inorgánicas y desordenadas, que pocos sepan cómo responder correctamente, y conocer dónde están los equipos necesarios y cómo usarlos.


Siempre pasado el momento, viene la autocrítica, se remarcan los errores cometidos y se insiste en la necesidad de que los llamados simulacros tengan protocolos bien definidos. Seguramente, alguien cumple con elaborarlos; para luego en la vorágine del trabajo diario y, al no tener continuidad, quedarán extraviados en algún cajón.

Veamos por un momento una aproximación conceptual a la idea de simulacro.

Diríamos que son prácticas que ponen a prueba los protocolos y la capacidad de respuesta coordinada de todos los actores, comprometiendo además a la población general, activando mecanismos preestablecidos mediante un plan previamente aprobado y basado en las experiencias de situaciones ya vividas.

Estos ejercicios deben ser luego evaluados y difundidos para realizar todas las correcciones que sean necesarias.

No sabemos cuándo será la próxima vez que tendremos una emergencia sanitaria; pero casi puedo asegurar que estamos predestinados a volver a empezar con la misma buena voluntad y compromiso, pero sin el conocimiento propio que deja la experiencia.

A fin de ser positivo, veo con mucho agrado los esfuerzos que, aunque insuficientes, se realizan para la capacitación en RCP y otras emergencias a la población general.


Llevado el tema al terreno imaginario, o no tanto, de una nueva pandemia de características más agresivas y de corto lapso vuelvo a preguntarme, como lo hice en mi libro “Ya no es tan grave”, si la reciente experiencia del Covid, y las no ya tan cercanas de Gripe A y el desafío que nos presentó el Sida en los años 80, habrán servido para no repetir errores o seremos incapaces, otra vez, de aprovechar las experiencias pasadas. Al respecto, siempre recuerdo una frase: “Sí querés conocer el futuro, lee a los clásicos”.



Volviendo a mi vieja historia en Burlington, del análisis posterior del simulacro, nos informaron que tardamos ocho minutos y treinta segundos en llegar. De haber sido un hecho real, hubiéramos estado todos muertos.



[1] Este hecho ocurrió durante mi estadía en los Estados Unidos, que como parte del programa de American Field Service, que me becó, como estudiante secundario, entre cientos de postulantes de todo el mundo para residir durante un año en un hogar norteamericano  conocer “desde adentro” la cotidianidad de esa sociedad, en la que en ese momento se conjugaba su condición de primera potencia mundial y el estado de ebullición propio de aquellos tiempos. Esto resultó una experiencia muy valiosa para mis años posteriores generando en mí un crecimiento intelectual, que me permitió a partir de allí entender mucho más el mundo que nos toca vivir y entender que nuestro punto de vista tan sesgado  nos lleva a analizar los acontecimientos globales desde nuestra mirada local sin analizar otros puntos de vista que en muchos casos son más determinantes en decisiones globales.

*Jefe del Servicio de Clínica Mëdica del Hospital Escuela Eva Perón