sábado, 26 de octubre de 2024

 

DE LA FRUSTACIÓN AL ACIERTO

El valor de la actitud

 

Dr. Jorge O Galíndez*

 

Y allí estaba él, en el break de la Jornada. Solo, como uno más, tomando un café de parado.

¡Era el momento! No sin algo de aprehensión, me acerqué y me presenté. Para mi sorpresa me dijo: “Sí, ya te conozco”. Envalentonado le pregunté, sin rodeos: “¿No querés venir al Servicio de Clínica Médica del Hospital (“Eva Perón”) a darnos una charla para que nos cuentes qué estas investigando ahora?”

             

“¡Con mucho gusto!”, me contestó. Sin darle demasiado tiempo para pensar, le propuse el día y la hora. Este personaje, que unos segundos antes me parecía inalcanzable, difícil de abordar, para mi sorpresa aceptó gustoso y sin rodeos.

Siempre tuve conciencia de mis limitaciones. Sí bien eso no me afecta, ya que lo tomo como algo natural que a todo el mundo le pasa, no puedo evitar la curiosidad por ese mundo desconocido, que sin dudas existe más allá de la frontera que me plantean mis conocimientos, pensamientos y expectativas.

¿Es eso, como suele decirse, tener una conciencia inquieta? No lo sé. Lo cierto es que, sin haberlo razonado, muchos de mis pasos en la profesión estuvieron marcados por la idea de que siempre se puede ser mejor, que seguramente hay alguien que sabe más al que se me hace imprescindible acercarme para que me ilumine y me muestre otros caminos.

Tiempo atrás participé de las “Jornadas de Biotecnología Aplicada a la Salud: Avances y Desafíos”, que se realizaron en cuatro encuentros mensuales en el Espacio Cultural Universitario (ECU) de nuestra ciudad bajo la organización del CONICET, el IBR (Instituto de Biotecnología Molecular de Rosario), la Fundación IBR, la Academia de Ciencias Médicas de Santa Fe, y la Universidad Nacional de Rosario.            


    La última reunión se denominó “Edición Génica: Una Nueva Era de Terapias Personalizadas”, que es un tema de excepcional importancia. Las exposiciones estuvieron a cargo de los doctores Marcelo Rubinstein (Investigador Superior- Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular CONICET y Profesor de la UBA) y Leandro Vetcher (Chief Operating Officer-Clade Therapeutics, Cambridge, Massachusetts, USA).

Fue un encuentro en el que nos anticiparon trascendentes avances en nuestro campo profesional. Como suele ocurrir, la concurrencia fue calificada, autoridades de las entidades organizadoras, bioquímicos e investigadores básicos; pero la participación de médicos fue escasa y, sobre todo, de aquellos menores de cuarenta años.

Mientras escuchaba a los expertos mi mente buscaba una explicación: ¿por qué estas “cuestiones” científicas no despiertan el interés de quienes en un plazo no muy lejano deberán aplicarlas en su práctica habitual?

Las respuestas que hallé fueron varias. Entre ellas, mucho trabajo que además de ser mal pago les exige muchas horas de dedicación; escaso interés en profundizar sus conocimientos en Biología Molecular, cuya terminología les resulta indescifrable; y ¿por qué no decirlo?, porque los corre de esa centralidad y protagonismo, que los médicos acostumbramos a tener cuando de Salud se trata.


        Entonces, mi espíritu inquieto me interpeló y me puso en movimiento.

Me pregunté: De todos los presentes, ¿quién era el investigador más reconocido? Sin dudas, ¡el doctor Diego de Mendoza! Jujeño, recibido en la Universidad Nacional de Tucumán, galardonado con las distinciones más relevantes en innumerables oportunidades en Argentina y en el exterior. Académico en múltiples universidades de Europa y los Estados Unidos, y autor de cientos de trabajos de investigación que lo ubican entre los mejores sino el mejor científico de nuestro país.

Fue entonces cuando, interrumpiendo su break, le propuse que viniera a visitarnos y nos contara sobre sus investigaciones. Quedamos para el miércoles 16 de octubre, por la mañana.

“Nunca fui a Baigorria”, me dijo De Mendoza, mientras viajábamos por la costanera rumbo al hospital y yo aprovechaba para contarle lo histórico de esa ciudad, que debe su nombre al gran héroe olvidado de los Granaderos de San Martín que protagonizaron el combate de San Lorenzo.

Ya en el hospital, me encargué de que lo recorriéramos; mientras le iba narrando su historia, con particulares detalles sobre su postergada inauguración en la década del 50 y los sucesivos cambios de nombre, de acuerdo a los vaivenes políticos.

De Mendoza no encaja en los estereotipos que se suelen construir de los hombres de ciencia. Austero en el vestir y desplegando un gran esfuerzo por hacer coloquial sus conocimientos, en pocos minutos de iniciada la charla ya cautivaba a todos mis colegas. Ellos, luego, me transmitieron su gratitud por generar este encuentro, al cual también había invitado a directivos y profesionales de otros servicios de nuestro hospital.


 Estoy convencido de que fue un verdadero acontecimiento académico científico para nuestra institución, lo que –ya de vuelta a casa– me llevó a pensar “¡esa también es mi función!”, llevar a prestigiosos investigadores al lugar de trabajo de jóvenes profesionales médicos para despertarles el interés por los nuevos horizontes que se avecinan y que cada día más los van a involucrar; y seguramente, sí lo entienden, los hará mejores y más actualizados profesionales.

La visita a nuestro Servicio de Diego de Mendoza fue todo un éxito. Con el relato de su experiencia y de sus intereses científicos cumplió con el objetivo que yo me había planteado: promover la curiosidad como motor de la investigación –va de suyo que la charla se tituló, con un dejo de ironía: “La utilidad de estudiar cosas inútiles”–, fortaleciendo mi idea de “espíritu inquieto”.

Conciencia inquieta, espíritu curioso sigo sin saberlo; pero que da resultados, ¡vaya que los da!

 

* Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón

 

 

jueves, 3 de octubre de 2024

 

MINUTOS QUE SALVAN VIDAS

Cuando no hay tiempo que perder

 

Dr. Jorge O. Galindez*

 

Las sirenas comenzaron a sonar intimidantes en todas las calles de Burlington, un pequeño pueblo del medio oeste de los Estados Unidos a orillas del río Mississipi. Ubiquémosnos en el invierno de 1967, durante esos años el conflicto de Vietnam desafiaba a los cultores de la “Guerra Fría” amenazando en convertirla en la Tercera Guerra Mundial[1].


En la escuela donde estaba terminando mis estudios, todos estábamos educados para distinguir según el sonido de las alarmas a qué tipo de situación deberíamos prepararnos. En esa zona son frecuentes los tornados y las tormentas de nieve, pero esta vez sin dudas la alarma indicaba que estábamos bajo un ataque nuclear.


Disponíamos de solo seis minutos para llegar al refugio subterráneo, que previamente teníamos asignados donde había agua y comida. A mí, me tocó ubicarme debajo de un teatro a varias cuadras de la escuela. En medio del ruido ensordecedor de las sirenas salimos ordenadamente caminando sobre líneas de colores pintadas en el piso, que nos guiaban hasta llegar al lugar donde teóricamente estaríamos a salvo.


Sin correr, pero a paso firme, como nos habían aleccionado, llegamos pálidos a la puerta de acero que nos conducía a un espacio vacío, de paredes fortificadas. Una vez allí nos sentamos en cuclillas para ocupar el menor lugar posible, pusimos la cabeza entre las piernas y esperamos en silencio.

Minutos después, las sirenas se calmaron y luego de unos segundos se escuchó una alarma mucho más amigable, que nos indicaba que el peligro había pasado. Ordenadamente volvimos sobre nuestros pasos siguiendo las mismas líneas y, en poco rato , estábamos en clase otra vez. Todo había sido un simulacro.


Pocas veces en nuestro hospital se han realizado simulacros de emergencias. Solo recuerdo uno que, organizado por la Administración Nacional de Aviación Civil (ANAC) en mayo de 2023, fingía un desastre aéreo en el Aeropuerto “Islas Malvinas” de Rosario.


Estaba todo muy “cantado”, ya que previamente habíamos sido avisados, por lo que lo que más me asombró fue la muy buena representación de los actores voluntarios que semejaban “heridos” A todas la respuestas, tanto de los siempre fundamentales paramédicos y los nuestros propios, las viví como carentes de esa adrenalina, que solo se expresa ante reales y críticos momentos. Es cierto que algunos pocos lograron sumergirse en la situación, pero sin dudarlo la mayoría de nosotros miramos el espectáculo como lo que fue: una ficción.

Tampoco son habituales los simulacros dentro del mismo hospital. Es habitual que, cuando una situación aparece inesperadamente (como, por ejemplo, un paro cardíaco en una cola de pacientes esperando para retirar un medicamento de la Farmacia), el personal más cercano al hecho se muestre voluntarioso, pero lo más probable es que las respuestas sean inorgánicas y desordenadas, que pocos sepan cómo responder correctamente, y conocer dónde están los equipos necesarios y cómo usarlos.


Siempre pasado el momento, viene la autocrítica, se remarcan los errores cometidos y se insiste en la necesidad de que los llamados simulacros tengan protocolos bien definidos. Seguramente, alguien cumple con elaborarlos; para luego en la vorágine del trabajo diario y, al no tener continuidad, quedarán extraviados en algún cajón.

Veamos por un momento una aproximación conceptual a la idea de simulacro.

Diríamos que son prácticas que ponen a prueba los protocolos y la capacidad de respuesta coordinada de todos los actores, comprometiendo además a la población general, activando mecanismos preestablecidos mediante un plan previamente aprobado y basado en las experiencias de situaciones ya vividas.

Estos ejercicios deben ser luego evaluados y difundidos para realizar todas las correcciones que sean necesarias.

No sabemos cuándo será la próxima vez que tendremos una emergencia sanitaria; pero casi puedo asegurar que estamos predestinados a volver a empezar con la misma buena voluntad y compromiso, pero sin el conocimiento propio que deja la experiencia.

A fin de ser positivo, veo con mucho agrado los esfuerzos que, aunque insuficientes, se realizan para la capacitación en RCP y otras emergencias a la población general.


Llevado el tema al terreno imaginario, o no tanto, de una nueva pandemia de características más agresivas y de corto lapso vuelvo a preguntarme, como lo hice en mi libro “Ya no es tan grave”, si la reciente experiencia del Covid, y las no ya tan cercanas de Gripe A y el desafío que nos presentó el Sida en los años 80, habrán servido para no repetir errores o seremos incapaces, otra vez, de aprovechar las experiencias pasadas. Al respecto, siempre recuerdo una frase: “Sí querés conocer el futuro, lee a los clásicos”.



Volviendo a mi vieja historia en Burlington, del análisis posterior del simulacro, nos informaron que tardamos ocho minutos y treinta segundos en llegar. De haber sido un hecho real, hubiéramos estado todos muertos.



[1] Este hecho ocurrió durante mi estadía en los Estados Unidos, que como parte del programa de American Field Service, que me becó, como estudiante secundario, entre cientos de postulantes de todo el mundo para residir durante un año en un hogar norteamericano  conocer “desde adentro” la cotidianidad de esa sociedad, en la que en ese momento se conjugaba su condición de primera potencia mundial y el estado de ebullición propio de aquellos tiempos. Esto resultó una experiencia muy valiosa para mis años posteriores generando en mí un crecimiento intelectual, que me permitió a partir de allí entender mucho más el mundo que nos toca vivir y entender que nuestro punto de vista tan sesgado  nos lleva a analizar los acontecimientos globales desde nuestra mirada local sin analizar otros puntos de vista que en muchos casos son más determinantes en decisiones globales.

*Jefe del Servicio de Clínica Mëdica del Hospital Escuela Eva Perón

domingo, 8 de septiembre de 2024

 

EL “ANA-ANA” y LOS MEDICOS

¿Dilema Ético o Costumbre Naturalizada?

 

Dr. Jorge O Galíndez*

 

¿Qué es eso del ana-ana? me preguntó curioso Cristian, un alumno a punto de recibirse de médico en el “office” de enfermería repleto gente.



Sí bien entendí perfectamente a qué se refería, no encontré, en ese momento, las palabras justas para explicarle este modismo tan argentino por lo que le contesté con otra expresión también muy nuestra, “Es el vamo y vamo” le respondí desenteniéndome. mientras me alejaba para evitar una incómoda segunda pregunta.

Esos pocos segundos de charla despertaron mi curiosidad por averiguar el origen de la expresión que, ahora sé, aparentemente, se remontaría a los lejanos  años de las recetas magistrales, donde los galenos para pedir al  boticario que preparaba las pócimas  cuando dos ingredientes tenían  la misma concentración simplemente le anotaba "aa”.



Ciertamente, todos conocemos su significado, las implicancias ético-legales que conllevan y reconocemos, sin dudas, como la principal causa que llevara al suicidio al Dr. René Favaloro, pero poco se habla del tema entre los médicos. Imagino  que lo hacemos de manera culposa, no obstante he de admitir que en nuestra corporación la modalidad es aceptada sin mayores reproches, utilizando términos  actuales, “está naturalizada”.



“Ana-ana” es una dicotomía oscura, una retribución o regalo que se recibe por una prestación, referenciación o derivación que se hace sin el conocimiento del paciente.

Raúl Valdez, Profesor de Dermatología de la Universidad Austral y  reconocido académico argentino, escribió hace unos años una brillante editorial**, en la que asocia el ana-ana con las enseñanzas de Don Quijote de la Mancha. (Segunda parte, capítulo LVIII). que a mi manera de ver explica el dilema ético al que nos enfrentamos los médicos.



Veamos:

“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos;... por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir al hombre. Digo esto Sancho, porque bien has visto el regalo y la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido... que las obligaciones de las recompensas y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre.

 ¡Venturoso aquel a quien el Cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo Cielo!". a lo que Valdéz se pregunta: "¿De qué cautiverio nos habla Cervantes?". 

De aquel que va nublando nuestra conciencia hasta no permitirnos distinguir sí nuestra indicación fue pensada sólo para el bien del enfermo o por la recompensa prometida y, por el contrario, valora la libertad de no quedar atado para elegir lo mejor sabiendo que no habrá mayor recompensa en la conciencia que el trabajo bien hecho.

Indudablemente,  el Quijote prefirió abandonar las comodidades del castillo en el que estaba alojado, pero  que lo ataban para tener la libertad de cumplir su misión.



Alejándonos de las inquebrantables convicciones del Dr. Favaloro y de los pensamientos utópicos de la pluma de Cervantes, la realidad y perdón por el anglicismo –la real life– nos lleva a referirnos a los pasados años donde la práctica era habitual y casi generalizada hasta que escandalosos casos de corrupción en los Estados Unidos, que afectaron grandemente la libre competencia en el sistema financiero en los años setenta, produjeron a partir de entonces un necesario cambio de paradigma respecto a la relación de las empresas con los profesionales

La mayoría de los países sancionaron severas leyes, decretos y regulaciones de todo tipo que obligaron a las compañías a generar internamente complejas áreas. que hoy son decisivas para la asignación de recursos en forma eficiente, garantizando el cumplimiento de las leyes y normativas, que hoy son fundamentales y claves para el futuro de las empresas, sí quieren evitar juicios penales y condenas sociales que, como sabemos, persiguen a ciertos sectores de la industria.



De esas nuevas “Gerencias de Cumplimiento Normativo” proviene otro anglicismo que debimos aprender, “Compliance”, que resume en una sola palabra todo lo antedicho.

Utilizando modismos actuales, en nuestro país los resultados  fueron categóricos en lo que llamaríamos “la macro”, como aquellas grandes "atenciones". En cambio, en “la micro”,  como pequeños gestos casi de cortesía, no hay datos seguros, pero siempre queda el viejo axioma de:

“Echa la ley, hecha la trampa”

 

*Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón.

** The "ana-ana" and the freedom of conscience in Don Quixote”. Dermatología Argentina 2017.

jueves, 1 de agosto de 2024

 

EL OCASO DE “LOS BRONCES”

Capítulo 2

El Auge y  La Decadencia

 

Dr. Jorge O. Galindez*

 

“A ese, ECHALO”!

La frase resonó como un trueno en la sala donde rendía la última materia para promocionarme al Ciclo Clínico. Diciembre de 1969, la dictadura del General Juan Carlos Onganía se encontraba en su apogeo.

Para esa época, rendíamos esta difícil materia en una única sala donde como todo mobiliario  tenía una gran mesa cuadrangular y unas viejas sillas desvencijadas. Poco menos que  hacinados, nos sentábamos un docente y un alumno alternados a su alrededor y sólo era posible rendir sí todos hablábamos en voz baja. El profesor, en la cabecera, tomaba examen a otro alumno mientras mi examinador y yo estábamos en la “otra punta” a considerable distancia.

 ¿Se refería a mí?  Desorientado miré a mi docente, cuando otra vez gritó “ECHALO”!!!

“Pero Doctor, yo estoy rindiendo con Ud!”. atiné a decir. “Flaco, no puedo hacer nada, andate” balbuceó humillado el canoso, sumiso e irrelevante docente.

Al día de hoy no encuentro explicación a tamaño abuso de poder que retrasó un año mi carrera ¿Había sido mi barba que para la época se consideraba desafiante? No  lo sé.

Muchos años han pasado desde ese momento. Hoy con la herida cicatrizada, (como se verá al final del capítulo), mi interés por “los bronces” sigue vigente aunque ya no me siento intimidado como aquella vez, sino todo lo contrario.

Hace un tiempo un amigo y colega me dijo “tenés que leer lo que dice  Francisco Occhiuzzi”, un  médico cordobés que  desdramatiza el tema ridiculizando a éstos personajes describiéndolos como portadores de  una rara y grave enfermedad a la que  llama “broncemia” que ataca principalmente a médicos que transitan el ámbito universitario y académico 

Sucintamente y con fina ironía el autor la describe como producida por un exceso de bronce en sangre y que con el paso del tiempo toma todo sus órganos y convierte a los afectados en estatuas que seguramente luego de su gracioso paso por la vida serán expuestas por toda la eternidad en algún lugar preferencial del ámbito donde han desarrollado toda su patología.

Hagamos un poco de historia y recurramos a los clásicos de la literatura occidental que desde hace siglos vienen observando éstos excéntricos personajes a los que se los incluyen dentro de las sátiras debido a su falsa y pretendida superioridad sustentada  en un ilusorio exceso de erudición.

La dramaturgia del Siglo XVIII ya  hace mención del ridículo tonto erudito y  mucho más adelante la figura del Quijote inmortaliza, ahora en tono de novela, a éstos falsos sabios.

Más cercanamente en el siglo XX, Benito Perez Galdós en su libro “El caballero Encantado” describe majestuosamente al burro erudito quijotesco satirizando esos enfoque que ya para la época eran considerados como  obsoletos.

Pese a mi curiosidad  no me ha sido fácil encontrar bibliografía actualizada sobre los broncémicos de los que habla Occhiuzzi  por lo cual decidí introducirme más a fondo en el tema para contribuir al mejor conocimiento de tan noble patología.

Los hombres mayores de cincuenta años son, por lejos, los más afectados, aunque últimamente se han descripto casos de mujeres de igual edad.

Sí bien en la mayoría de los casos basta verlos caminar por el hospital para hacer el diagnóstico hay otros signos a los que debemos prestar atención,  siendo el más frecuente, la incapacidad de reconocer éxitos ajenos y el menosprecio por el trabajo y  esfuerzo de otros.

Pero hay otro síntoma más sutil pero que es un claro indicador de enfermedad que se  representa como la  falsa humildad  que Jorge Luis Borges destaca con claridad meridiana cuando escribe ““No seamos como esos intelectuales que sufren de un exceso de humildad” a los que llama falsamente modestos y  que yo  agrego, son la peor cara de la soberbia.

Muchos años después siendo ya  un médico formado y con cierta relevancia académica  saliendo del Colegio de Médicos me encontré frente a frente con ese profesor que me debía un año de mi vida.

Para esa época la democracia estaba consolidada y el trato hacia los alicaídos “bronces” ya no era el mismo. La tecnología, ya había derribado muchas barreras que condicionaban el  conocimiento  y paralelamente  se insinuaban nuevos modelos de liderazgos que los interpelaban, desafiaban y desplazaban.

Desgarbado, encorvado y barbudo tenía el aspecto de  un inofensivo personaje del que nada había que temer y mucho menos presumir que se estaba delante de un  otrora todopoderoso profesor de los años oscuros.

“Ud. no se acuerda lo que me hizo,  no?” le dije reprimiendo mi furia. Sin levantar la mirada, me dijo. “No, no me acuerdo”.

“Bueno, yo te lo voy a hacer recordar por mí y por muchos otros!!!

*Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón


domingo, 21 de julio de 2024

 

EL OCASO DE “LOS BRONCES”

Capítulo 1

De la estatua a la extinción

 

Dr. Jorge Galíndez*

 

El café de media mañana en el bar del hospital era siempre un buen motivo para confraternizar con nuestros colegas. Las charlas en general poco tenían que ver con nuestra actividad específica sino que allí hablábamos de futbol, economía, política, vida familiar, en fin, una sencilla charla de bar que todos conocemos.

Pero los miércoles era distinto ya que ese día y luego del “Pasaje de Sala Central” se nos unía, luego de la necesaria y teatralizada insistencia de nuestra parte, el augusto y digno profesor.


Alto, delgado, muy erguido, lucía un anticuado corte de pelo (conocido en esos tiempos como media americana) siempre  vestido de saco y corbata ajados pero bien cuidados, tomaba su té mientras escuchaba de nosotros, simples mortales, hablar de cosas seguramente demasiado intranscendentes y terrenales  que pudieran despertar su muy digna atención.

De pronto interrumpía al eventual contertulio que estaba hablando, apoyaba su mano derecha sobre la mesa y solemnemente expresaba unas pocas palabras sobre el tema para luego levantarse  cual resorte de la silla, sin esperar respuesta, comentario o acotación de nuestro parte mientras simultáneamente, estiraba su brazo izquierdo doblaba el codo  y mirando su viejo reloj pulsera  sentenciaba; “Me tengo que ir, buenos días caballeros” partiendo de inmediato raudamente rumbo a vaya saber que cosa tan importante que requería de su imprescindible y decisiva presencia.

“Allí va el señor de la última palabra” escuché decir varias veces a un, para la época, joven colega que compartía el momento.


Cierta vez viéndolo alejarse en su apurado paso recuerdo que pensé “Es esto una mala copia o estoy en presencia del ocaso de los bronces?”.

Yo recién llegado de España donde había obtenido un Master en Sida con la particularidad de haber sido el primer latinoamericano de graduarse en el tema en una  universidad europea era, a su consideración, poco más que un “florero” comparado con su tan majestuosa erudición.

Me costó tiempo entender su actitud de lo que hoy llamaríamos “ninguneo” para conmigo pero finalmente la comprendí. Había encontrado su flanco débil y eso era inaceptable. Yo tenía información y conocimientos que él desconocía y sobretodo en un tema  que, vaya uno  a saber por qué, el despreciaba y relativizaba; el VIH.

Vayamos ahora  al tema. En el ámbito de las ciencias médicas la figura del “bronce” no está totalmente bien definida pero  aplica para aquellos profesores que en lo académico se han destacado nítidamente del resto  en base a sus conocimientos sobre su especialidad, su personalidad distante, altiva y aunque cueste decirlo, a veces, solamente por la simple portación de apellido. Asímismo, justo es decirlo, en muchos casos han contribuido durante  años  a jerarquizar ante la sociedad  la profesión y la Universidad.


Generalmente fervientes antiperonistas, acostumbrados a tomar decisiones sin consulta alguna, nunca pudieron digerir, en el ámbito de una facultad de la democracia, tener que compartirlas con docentes de menor jerarquía y mucho menos con estudiantes politizados.

Me gustaba observarlos, mientras trataba de deducir cómo habían llegado a esa condición de “bronces”. Lo entendí tiempo después y estaba claro y a ojos vista. No eran solamente sus antecedentes  y capacidad de trabajo ya que muchos otros también las tenían sino que, poseían mayor y  más actualizada  información que, bien es sabido, es poder. Accedían a eventos internacionales reservados para pocos  y llegaban a sus manos prestigiosas revistas médicas que para esos años eran los únicos medios de validación de los nuevos conocimientos científicos.

La tecnología contribuyó grandemente a la democratización de la información y ese fue el comienzo del fin. Cualquiera en cualquier lugar del planeta podía ver y leer lo que fue por mucho tiempo patrimonio de unos pocos.


Hoy  para destacarse y ser respetado es necesario, además de poseer las imprescindibles cualidades académicas reconocidas, ser auténticos, trabajar con pasión, respetar el disenso, reconocer que se puede aprender del más joven e inexperto, innovar permanentemente, participar en tareas que nos acerquen a la comunidad  y por sobre todas las cosas que, nuestra imagen  sea el fiel reflejo del médico y docente que imaginamos cuando, muy jóvenes e idealistas, pisamos por primera vez la Facultad de Ciencias Médicas .

La inteligencia artificial, para bien o para mal, terminará de demoler los restos de esta curiosa asociación entre la soberbia y el metal.

*Jefe del Servicio de Clínica Médica del Hospital Escuela Eva Perón

 

sábado, 15 de junio de 2024

 

Los médicos bajo la lupa de los pacientes

Cuando los examinados somos nosotros

De la imaginación a la realidad



    Dr. Jorge O Galindez*

 

Mi viejo nunca tuvo auto.

Vivíamos en una casa de alto. La calle Cochabamba, empedrada en esos años,  tenía muy poco tráfico pero, lo que no olvido, es que nunca paraba allí un auto con visitas para nosotros. 

                                                                                          Cochabamba 1551

En verdad había excepciones, la llegada del médico. Para la época mis frecuentes "ataques de asma" requerián que de tanto en tanto me tuviesen que asistir. Recuerdo con toda claridad que al escuchar que iban a venir a verme me entusiasmaba y me sentaba en el largo balcón par ver en que auto "venía". Cuando finalmente llegaba y mientras lo veía tocar el timbre miraba con atención la marca, el color y el modelo. Con esos datos corría al tope de la larga escalera para recibirlo con mi mejor sonrisa.

 Cierta vez, en una situación similar, escuché el sonido del timbre pero, no había un auto estacionado! Cómo podía ser? Un médico sin auto? Debo confesar, con cierta vergüenza, que mi trato hacia el no fue para nada cortés sino lo más parecido a un niño malcriado. 

En una casa de esforzados trabajadores la idílica posesión de un auto significaba  en el imaginario familiar, educación, prestigio y una posición social elevada que, para la época, eran aún  más apreciadas  que el poder económico que transmitía.

                                                                 Chevrolet 1949

Mucho se ha dicho sobre que valoran de nosotros los pacientes. Podríamos resumirlos brevemente en profesionalismo, empatía, comunicación y confianza –dicho sea de paso habría que preguntarnos cuántas de esas expectativas nosotros cumplimos- pero no es de eso que quiero expresarme hoy sino de algo más sutil, menos intelectual y sin dudas totalmente subjetivo.

Y me refiero específicamente al momento  en que somos sometidos al primer examen por nuestros pacientes. Ese primer vistazo, la primera impresión que causamos y sus eventuales consecuencias futuras sobre la hoy, tan discutida y cambiante relación médico-paciente.

Cierto es que hay un paso previo que merece, por su importancia, considerarse y valorarse en su justa medida. Analicemos,  ¿tenemos en cuenta cómo nos imaginan antes de conocernos?

Lo más probable es que  no nos perciban como personas comunes haciendo compras en un supermercado o lavando los platos luego de cenar sino más bien supondrán que tenemos una vida mejor que la de ellos, más gratificante, con buenos niveles de ingresos, prestigio social y que vivimos momentos de mucha excitación y  presión, lidiando con desafíos médicos de gran responsabilidad.

Con ese bagaje como preconcepto, ubiquémonos entonces en los momentos previos a la consulta y veamos algunos de los muchos  y diferentes escenarios posibles.

¿Es lo mismo llegar a la puerta de un consultorio privado de un médico reconocido y recomendado que a los impersonales habitáculos generalmente pequeños y mal iluminados, todos iguales, uno al lado del otro, que tan comúnmente podemos ver tanto en hospitales como en sanatorios donde duele decirlo , emanan una apabullante despersonalización?



¿Es lo mismo una sala de espera donde se “respira” serenidad,  amabilidad, profesionalismo, organización y pulcritud que aquellos otros atiborrados de pacientes, la mayoría de ellos  sumidos en sus celulares  mientras esperan a distintos profesionales de una manera totalmente aleatoria?



¿Es lo mismo haber elegido al médico por referencias o pretendido prestigio que haber tenido que optar por un grupo cerrado de profesionales “que atienden por su obra social”? y mucho menos cuando ni esa posibilidad es posible debiendo tener que aceptar “el que está ahora”.

Definitivamente no.

 Sin duda todo lo expresado y muchos otros factores más, van a condicionar ese primer encuentro cuando la puerta se abra y se produzca el saludo inicial.

Dicho esto, vayamos entonces a ese instante donde la vestimenta que usemos, la forma de estrechar la mano y esa primera mirada confirmarán o no las expectativas guardadas en su imaginación.

Sobre este momento Jennifer K. South Palomares, investigadora de la Universidad de York afirma que cuando miramos por primera vez el rostro de una persona, nuestro cerebro en sólo 33 milésimas de segundo forma juicios rápidos, sobre su carácter y personalidad que tendrán una enorme influencia, aunque no definitiva, sobre la futura relación. Yo agregaría, respetuosamente, que las mujeres lo hacen en la mitad de ese tiempo!.

                                                                              Jennifer K. South Palomares

La cultura japonesa tiene una expresión milenaria, koi no yokan’, para graficar  la indescriptible sensación que sentimos al enamorarnos perdidamente  de alguien a quien acabamos de conocer.

 Por otra parte Mónica González-Carrasco, psicóloga de la Universitat de Girona  nos enseña  que “la primera impresión obedece sencillamente a nuestra necesidad de estructurar el mundo de forma simple y práctica”. 

                                                                                  Mónica González-Carrasco

Así, durante los  próximos segundos surgirá en su psiquis, como fue dicho,  de “forma simple y práctica” el encuentro entre lo imaginado y lo real y a continuación se emitirá el veredicto que rondará entre lo desfavorable, lo indiferente o lo satisfactorio pero, y esto es lo verdaderamente importante,  se mantendrá consciente o inconscientemente vigente durante todo el tiempo que dure  esta nueva relación médico paciente  y que aunque parezca mentira será muy difícil,  aunque no imposible,  modificar.



En este punto yo me pregunto  conociendo todas nuestras limitaciones y con real preocupación ¿Anhelarán nuestros  pacientes lo que expresa Anatolle Broyard ,  director del suplemento literario de The New York Times, en su libro “Ebrio de Enfermedad”, cuando refiere con tinte poético “Busco un médico humanista que no me mire como si estuviese mirando un paisaje sino aquel, que me deje el alma fibrilando”?

                                                                                        Anatolle Broyard

Difícil saberlo, pero muy posible.

Entre ese niño que valoraba al médico por la calidad de su auto a este experimentado profesional he sentido, sin quererlo, muchas veces desagrado, indiferencia o satisfacción ante un  paciente “nuevo”, pero eso será motivo de otra Editorial.


*Jefe del Servicio de Clinica Médica del Hospital Escuela Eva Perón