LA ROTONDA DE AYACUCHO
Jorge O. Galíndez*
El ruido sonó seco, definitorio. Mi esposa, siempre tan atenta a los
detalles, no tuvo tiempo siquiera de reaccionar y me miraba sin entender.
Con el envión que le quedaba, nuestro flamante auto que, con tanto
sacrificio habíamos comprado, se detuvo humeante en la banquina de la desolada
ruta provincial 29; eran las dos de la tarde de un tórrido mes de febrero.
Miré hacia atrás para ver a mis dos hijos de cinco y once años; el más
pequeño sonreía vaya a saber de qué y el mayor al presentir lo que
pasaba me preguntaba una y otra vez “Porque paraste Papá? Porque paraste?
Incliné mi cabeza sobre el volante tratando de pensar que hacer,
estábamos solos, en un paraje desconocido y vale la pena aclarar. que para ese
momento no teníamos idea de lo que era un teléfono celular.
Lleno de angustia, levanté mi vista y vi a lo lejos –quizá a unos mil
metros- la bandera amarilla del Automóvil Club Argentino que flameaba
orgullosa. Fue para mí como ver un oasis en el desierto.
Luego de dar todo tipo de consejos a los niños y precauciones a mi
mujer, me dirigí con paso firme y directo hacía donde me indicaba la salvadora
bandera. El calor extremo del asfalto, el silencio y un Ventolín (Aerosol usados por los asmáticos) fueron mis únicos
acompañantes durante los interminables minutos siguientes.
Al llegar al pequeño campamento y pese a mi ansiedad, tuve que esperar
un buen rato a que el único mecánico a la vista terminara de poner en marcha un
viejo auto que me pareció, en ese momento, le pertenecía.
Luego de los saludos le conté lo que nos había pasado y de modo decidido
tomó una caja de herramientas y me invitó a subir a su destartalado Dodge
Polara.
En pocos minutos llegamos. Por suerte los chicos, pese al calor agobiante, estaban
bien. Intenté, sin éxito, devolver la sonrisa a mi hijo menor.
No sin vergüenza y resignación tuve que aceptar que mi flamante Peugeot
504 fuera remolcado por él, ahora, revalorado Dodge.
Ya en el campamento móvil del ACA, levanté el capot del auto y miré
esperanzado a mi ocasional “Ángel”, cuyo nombre ni siquiera conocía.
Un rápido vistazo, unas pocas maniobras con sus manos le bastaron
para dar por terminada la revisación y mientras se frotaba las manos para
quitar la grasa de entre los dedos, disparó su diagnóstico que sonó en mi
cabeza como una explosión! “Está fundido”!! Sin darle tiempo a seguir hablando
le espeté con firmeza! “No puede ser!!. El hombre sonrió y mirándome por encima
de sus transpirados lentes me dijo “Tenés razón flaco, no está fundido; está
refundido!!!!
Nuestras alternativas no eran muchas, dejábamos el auto allí, en el medio de la nada y seguíamos a Mar del Plata en ómnibus como si nada hubiera pasado o nos volvíamos a Rosario los cuatro, en el único asiento junto al conductor que tenía la rústica grúa disponible que podía transportarnos.
Llenos de frustración mi esposa y yo decidimos volver. En fin, luego de
veinte hs de viaje íbamos a encontrarnos en el mismo lugar desde donde
empezamos con toda alegría y excitación nuestras primeras vacaciones en el mar
con nuestros hijos.
Mientras esperábamos la llegada del chofer, nuestra angustia y tristeza
no podían disimularse, más aún, al verlos jugar tan alegremente en unas
desvencijadas hamacas situadas a la sombra de unos sauces cercanos al puesto
móvil.
Fue en ese momento de mayor desconsuelo, cuando nuestros hijos se nos acercaron!!
No estés triste papá!!
“Dios nos rompió el auto porque en aquella curva nos matábamos
todos” La frase, textual, dicha en un tono tan seguro y determinante para un
niño de cinco años significó el súbito fin de la angustia, para transformar el
momento en llantos de alegría y agradecimientos muy difíciles de explicar!
Muchos años después, seguimos recordando ese momento como una vivencia
sobrenatural. Inexplicable?
Nunca volvimos a pasar, por la Rotonda de Ayacucho.
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