domingo, 2 de mayo de 2021

 

 

LA ROTONDA DE AYACUCHO

Jorge O. Galíndez*

El ruido sonó seco, definitorio. Mi esposa, siempre tan atenta a los detalles, no tuvo tiempo siquiera de reaccionar y me miraba sin entender.

Con el envión que le quedaba, nuestro flamante auto que, con tanto sacrificio habíamos comprado, se detuvo humeante en la banquina de la desolada ruta provincial 29; eran las dos de la tarde de un tórrido mes de febrero.

Miré hacia atrás para ver a mis dos hijos de cinco y once años; el más pequeño sonreía vaya a saber de qué y  el mayor al presentir lo que pasaba me preguntaba una y otra vez “Porque paraste Papá? Porque paraste?

Incliné mi cabeza sobre el volante tratando de pensar que hacer, estábamos solos, en un paraje desconocido y vale la pena aclarar. que para ese momento no teníamos idea de lo que era un teléfono celular.

Lleno de angustia, levanté mi vista y vi a lo lejos –quizá a unos mil metros- la bandera amarilla del Automóvil Club Argentino que flameaba orgullosa. Fue para mí como ver un oasis en el desierto.

Luego de dar todo tipo de consejos a los niños y precauciones a mi mujer, me dirigí con paso firme y directo hacía donde me indicaba la salvadora bandera. El calor extremo del asfalto, el silencio y un Ventolín (Aerosol usados por los asmáticos) fueron mis únicos acompañantes durante los interminables minutos siguientes.

Al llegar al pequeño campamento y pese a mi ansiedad, tuve que esperar un buen rato a que el único mecánico a la vista terminara de poner en marcha un viejo auto que me pareció, en ese momento, le pertenecía.

Luego de los saludos le conté lo que nos había pasado y de modo decidido tomó una caja de herramientas y me invitó a subir a su destartalado Dodge Polara.

En pocos minutos llegamos. Por suerte los chicos,  pese al calor agobiante, estaban bien. Intenté, sin éxito, devolver la sonrisa a mi hijo menor.

No sin vergüenza y resignación tuve que aceptar que mi flamante Peugeot 504 fuera remolcado por él,  ahora,  revalorado Dodge.

Ya en el campamento móvil del ACA, levanté el capot del auto y miré esperanzado a mi ocasional “Ángel”,  cuyo nombre ni siquiera conocía. Un rápido vistazo, unas pocas maniobras  con sus manos le bastaron para dar por terminada la revisación y mientras se frotaba las manos para quitar la grasa de entre los dedos, disparó su diagnóstico que sonó en mi cabeza como una explosión! “Está fundido”!! Sin darle tiempo a seguir hablando le espeté con firmeza! “No puede ser!!. El hombre sonrió y mirándome por encima de sus transpirados lentes me dijo “Tenés razón flaco, no está fundido; está refundido!!!!

 Nuestras alternativas no eran muchas, dejábamos el auto allí, en el medio de la nada y seguíamos a Mar del Plata en ómnibus como si nada hubiera pasado o nos volvíamos a Rosario los cuatro,  en el único asiento junto al conductor  que tenía la rústica grúa disponible que podía transportarnos.

Llenos de frustración mi esposa y yo decidimos volver. En fin, luego de veinte hs de viaje íbamos a encontrarnos en el mismo lugar desde donde empezamos con toda alegría y excitación nuestras primeras vacaciones en el mar con nuestros hijos.

Mientras esperábamos la llegada del chofer, nuestra angustia y tristeza no podían disimularse, más aún, al verlos jugar tan alegremente en unas desvencijadas hamacas situadas a la sombra de unos sauces cercanos al puesto móvil.

Fue en ese momento de mayor desconsuelo, cuando nuestros hijos se nos acercaron!!

No estés triste papá!!

“Dios nos rompió el auto porque en aquella curva nos matábamos todos” La frase, textual, dicha en un tono tan seguro y determinante para un niño de cinco años significó el súbito fin de la angustia, para transformar el momento en llantos de alegría y agradecimientos muy difíciles de explicar!

Muchos años después, seguimos recordando ese momento como una vivencia sobrenatural. Inexplicable?

Nunca volvimos a pasar, por la Rotonda de Ayacucho.

 

 

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